Diseño atemporal

“Es mejor ver un botijo roto que una botella de plástico abandonada”.

La escritora Fran Lebowitz declaró una vez: “Detesto el dinero, pero adoro las cosas”. Las cosas a las que alude son, sencillamente, los objetos bonitos, y hay algo en su forma de decirlo que evoca felizmente a Miguel Milá y todo lo que emana de su profesión y de su oficio tal como él los ha ejercido: la aversión por todo lo que desprende ostentación y, especialmente, el cuidado por lograr que sus objetos, a base de limar las asperezas de lo superfluo, acabaran siendo objetos bonitos. En su caso, bonitos por útiles y, casi podríamos decir, serviciales. Amables.

Uno de los pilares del diseño industrial europeo actual, Jasper Morrison, es perfectamente elocuente al respecto: “Lo que me impactó cuando descubrí sus trabajosfue el cuidadoso equilibrio entre líneas rectas y curvas. Los diseñadores más inteligentes conocen la importancia de ese equilibrio, no porque teman inclinarse hacia una dirección u otra […], sino porque en ese terreno intermedio es donde el objeto alcanza la tensión justa: Milá es depositario de la receta para la naturalidad en los objetos desde que cogió un lápiz”. Esa receta, en realidad, se llama intuición. Según André Ricard, los diseños de Milá se distinguen por “un no sé qué entre elegante y evidente”. El concepto que resume el enigma al que alude Ricard es, quizá, la naturalidad que mencionaba Morrison, facilitada por una moderación tecnológica que aporta un aire de sosiego. Intuición y naturalidad, a efectos funcionales, revelan la belleza del objeto útil que, en su caso, siempre ha sido sostenible.

Aún activo con 92 años, en 2019 Milá entregó una de sus últimas piezas maestras con un modelo de botijo. Tras más de sesenta años de trabajo y de haber visto todas las sofisticaciones posibles, el maestro se estrenaba con la cerámica y, con ese material y con ese artefacto primarios, satisfacía una de nuestras necesidades más básicas y placenteras: beber agua. De forma fresca, natural y limpia.